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martes, 9 de febrero de 2016

Señores de Feria (1 de 3)


Hay lugares que emanan poder, que atraen como un faro en la noche. Hay lugares para soñar y para conocer; para contemplar el entero mundo a tus pies. Uno de ellos es el castillo de Feria que desde hace siglos corona una distinguida colina junto a la localidad pacense del mismo nombre. A decir de arqueólogos e historiadores, dicha ubicación ha atraído la atención de los pobladores de estas tierras del sur de Extremadura desde hace milenios.



La construcción de un castillo obedece a muchas razones. El imponente ejemplo de Feria está diseñado para ver y ser visto, para imponer respeto y temor. Es un símbolo del poderoso Señorío. Al margen de su indudable importancia estratégica y de la dilatada historia que contemplaron sus piedras, llama la atención sobremanera su soberbio aspecto desde la lejanía. Desde decenas de kilómetros puede verse la torre, de 40 m de altura, desafiando a los meteoros, convertida en el mejor exponente de poderío de los Suárez de Figueroa, omnipresentes en estas tierras.

El origen de la impresionante fortaleza medieval que hoy contemplamos se remonta a finales del siglo XIV y a la figura de Gómez I Suárez de Figueroa (1382-1429) hijo del trigésimo segundo maestre de la Orden de Santiago, Lorenzo I Suárez de Figueroa (1345-1409), responsable de establecer en la Baja Extremadura el que se convertiría en el linaje más poderoso de su historia.





Pues aquí, don Gómez, era señor de Feria, de Zafra y de una decena de otras villas, mayordomo de la reina Catalina de Lancáster (esposa de Enrique III de Castilla), miembro del Consejo Real, capitán general de la frontera de Andalucía, alcaide de Badajoz… y otro montón de títulos que le reportaban buenas rentas y prebendas para prestar servicios a la Corona y verse de nuevo recompensado. Gracias a eso sus descendientes acumularon tierra, poder y títulos. (A ver si lo explico bien, porque he tenido que leer mucho de Gómeces y Lorenzos varios dado que esta vez Wikipedia patina bastante). El hijo de don Gómez, segundo señor y primer conde de Feria, fue Lorenzo II Suárez de Figueroa, fue quien convirtió la antigua posición de raíces romanas y árabes en una fortaleza. Don Lorenzo II se casó con María Manuel, de los Manuel de toda la vida, emparentados con la casa real de Castilla. Lo que ayudó a ampliar aún más su territorios. Su hijo, Gómez II Suárez Figueroa (1436-1505) fue el autor de la descomunal torre del homenaje y el responsable de añadir otra buena serie de señoríos a la familia. Acertó al tomar partida por Isabel en la guerra por la sucesión de Enrique IV que acabó con la derrota de Juana la Beltraneja. Así, la reina católica pudo convertirlo en Gobernador General de Castilla. El tercer conde de Feria fue Lorenzo III Suárez de Figueroa (1492-1528) que fraguó una alianza determinante para la historia al casarse con Catalina Fernández de Córdoba, marquesa de Priego. Su hijo, el cuarto conde, fue Pedro I Fernández de Córdoba y Figueroa (1518-1552), fiel servidor del emperador Carlos I, quien también aportó lo suyo a la familia al desposarse con otra noble dama de ilustre apellido, Ana Ponce de León. Pero don Pedro falleció sin descendencia masculina y, claro, el título pasó a su hermano Gómez III Suárez Figueroa (1523-1571) que no había sido educado para tales menesteres, pero sí para desempeñar altos cargos al servicio de la Corona, que para eso era de buena familia. Como hablaba inglés, acompañó al príncipe a la Pérfida Albión, para su enlace con la reina María Tudor. Allí, don Gómez no perdió el tiempo y aprovechó el viaje para casarse con una hermosa dama del séquito de su Graciosa Majestad. Sacó tanto partido a sus andanzas que Felipe II le concedió la dignidad ducal en 1567, acompañado con Grandeza de España, la más alta diginidad de la nobleza hispana. No pudo disfrutar demasiado de su gloria pues murió al poco tiempo dejando a su desconsolada viuda, lady Jane Dormer, a cargo del recién estrenado Ducado. La primera duquesa, convertida en Juana Dormer, no lo hizo nada mal. Fue la artífice de convertir a Zafra en toda una villa ducal siguiendo los gustos de la época dorada de los Austria. Continúa la dinastía con el hijo de ambos, segundo duque y primer marqués de Villalba, llamado, cómo no, Lorenzo IV Suárez Figueroa y Córdoba (1559-1607) que fue embajador en Roma y París en representación del rey Felipe II. Posteriormente, fue nombrado capitán general de Cataluña y en 1602 virrey de Sicilia. Ya estaban los Feria instalados entre la más alta nobleza del reino (no como ahora). Su hijo, otro Gómez, y tercer duque, se convirtió en el Gran Duque de Feria. Se llamaba Gómez IV Suárez Figueroa y Córdoba (1587-1634). Pues Gómez IV sustituyó a su padre en la embajada ante el papa en Roma y en 1610 estuvo encargado de negociar en París las llamadas “Bodas Españolas” para unir al príncipe de Asturias con una hermana de Luis XIII y al rey de Francia con una hija de Felipe III de España. Don Gómez desempeñó importantes papeles para la Corona pero se topó con un enemigo demasiado influyente, el Conde-Duque de Olivares, todopoderoso valido de Felipe IV, que tenía más influencia y títulos, si cabe. Por ese motivo el duque de Feria fue alejado de la Corte convertido, nobleza obliga, en virrey de Valencia primero y después gobernador del Milanesado en Italia. Al margen de su labor diplomática, donde obtuvo auténtica fama fue en su faceta como militar durante la Guerra de los Treinta Años. Sus hazañas en los campos de batalla del Sacro Imperio Germánico se consideraron auténticos triunfos de la Monarquía hispana, hasta el punto que tres de estos logros están plasmados al óleo y cuelgan en el Museo del Prado pues ilustraban tres de los doce grandes lienzos que adornaban el Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro de Madrid: Socorro de la plaza de Constanza, Socorro de Brisach y Expugnación de Rheinfelden de Vicente Carducho (imagen inferior). 


Expugnación de Rheinfelden (1634). Óleo sobre lienzo. Vicente Carducho. Museo del Prado.






Volviendo al castillo. Presenta una planta de casi seis mil metros cuadrados, alargada e irregular para acomodarse a la orografía del terreno donde se ubica. Se conserva en buen estado la muralla perimetral jalonada por diversas torres y cubos de diversas épocas. En el centro de yergue la imponente torre del homenaje y sus lados una muralla interior, a modo de diafragma, que parte en dos el patio de armas. La parte norte, algo más pequeña, era el recinto que guardaba el único acceso a la torre. La parte sur servía de albacara, para acoger a los habitantes del pueblo, el ganado y tropas de refuerzo en caso de amenaza. Ojos más o menos atentos descubren aljibes, huellas de fosos y construcciones menores en el lugar.


Pero sin duda el elemento más notable del enclave son los 31,5 metros de la desafiante torre del homenaje, gigantesca, desproporcionada incluso, como si pretendiese alcanzar las nubes. Es una inmensa mole prismática, de planta cuadrada, construida en mampostería. En su momento estaba lucida de color blanco y cubierta de esgrafiados que la hacían aún más visible desde la distancia. Apenas cuenta con elementos palaciegos en puerta y ventanas. Llaman la atención sus esquinas, redondeadas para desviar los proyectiles en caso de ataque con artillería. Es toda una experiencia recorrer sus cuatro pisos, que albergan el Museo del Señorío de Feria (capaz de ilustrar al profano hasta pergeñar estas líneas) y, sobre todo, encaramarse hasta la parte más alta, desprovista de almenas. Permite arañar las nubes, pelearse con el viento y contemplar, si el día acompaña, buena parte de la Baja Extremadura, los vastos amplios dominios de aquellos señores de antaño. La torre se diseña como un elemento inexpugnable, el último refugio en caso de asalto. Por eso está dotada de elementos estratégicos como depósitos de agua o un único acceso en la segunda planta. Como se aprecia en la imagen inferior, es una pequeña puerta de estilo gótico portugués con puntales rematados  con hojas de higuera.






El primigenio escudo de los Figueroa -y de la Casa de Feria- luce, sobre fondo amarillo, cinco hojas higuera (figuera) verdes dispuestas en forma de aspa. O como diría un heraldista: trae, en campo de oro, cinco hojas de higuera de sinople puestas en sotuer. Los complejos enlaces citados anteriormente han facilitado que las hojas de higuera se vean acompañadas de los leones y las manos aladas de los Manuel, como se aprecia en el escudo del castillo de Nogales; los lobos y las estrellas de los Osorio; o los pomposos blasones de Mendoza y  Fernández de Córdoba que engalanan tantas fachadas segedanas, que dejamos para otras entradas, al igual que el formidable Palacio Ducal en Zafra, y los demás castillos de la Casa, afortunadamente aún me quedan dos por visitar.

Continuará...
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